El Galeon De Manila by Manuel

El Galeon De Manila by Manuel

autor:Manuel
La lengua: es
Format: mobi
publicado: 2011-12-17T17:02:35.839254+00:00


Mucho antes de que la vista de la mayoría de las personas pudiera abrirse paso en el tímido clarear de la mañana, la agitación se extendió en el junco. Los de visión más aguda comunicaron, primero a media voz y después a gritos, que el galeón español estaba a menos de treinta brazas del junco del cortesano Ramayya y sus cincuenta tripulantes. Uno de los que primero lo vieron fue Piet van de Derck ayudado por el catalejo. Su respiración se ralentizó hasta el mínimo vital al ver que los esfuerzos de los remeros de los cuatro lanchones que jalaban del junco eran infructuosos. Seguramente habrían desplazado el barco muchas brazas con tiempo suficiente, pero el incipiente amanecer estaba haciendo inútil su esfuerzo titánico. A treinta brazas, los cañones del galeón echarían a pique el junco tras pocas andanadas por desfavorable que fuera la posición de sus costados respecto al enemigo. Los catorce cañones del pequeño barco cham, de calibre muy inferior al de los españoles, apenas le causarían daño al mastodonte de carga.

Piet observaba alternativamente la cubierta del galeón y la del junco. En ambas se veían movimientos de gentes, pero no podía distinguir si eran agitación caótica o desplazamientos ordenados.

Justo antes de que el sol surgiera por el horizonte, Piet distinguió la humareda que se levantó en el costado del galeón que daba al junco. Cuando aún no se había disipado, se levantó otra. Y otra más. Entonces le llegó el sonido de la primera descarga, porque el holandés dedujo instantáneamente que eran eso, descargas de fusiles y pistolas, no andanadas artilleras. Algo más de tiempo le costó imaginar lo que estaba sucediendo a bordo del galeón.

Por la intensidad de cada salva y la viveza del ritmo de éstas, Piet coligió que sus tripulantes intervenían ordenadamente disparando un grupo y retirándose de la borda para dejar paso al siguiente. La ausencia de viento debía hacer que la humareda impidiera a los tiradores apuntar con tino además de asfixiarlos. La distancia que les separaba del junco era suficiente para que la efectividad de esos disparos fuera muy incierta.

¿Qué pretendía quien mandara aquella extraña maniobra? Cuando Piet lo dedujo tuvo que apartar su ojo del catalejo a causa de la sorpresa. En medio de los gritos de angustia y rabia que inundaban el junco, el holandés se dijo a sí mismo que lo que hacía la tripulación del galeón bien pudiera ser un ejercicio de tiro y combate más que una batalla real. Por otra parte, tal contundencia de disparos impedía que desde el junco se les respondiera, porque todos sus tripulantes debían de estar a cubierto para no ser barridos. ¿Se contentaría con eso el capitán del galeón?

Piet volvió a escudriñar con el catalejo haciendo caso omiso a las imprecaciones de impotencia de Nagarajan y de todos los hombres, mujeres y niños que llenaban la cubierta. Al enfocar de nuevo a los dos barcos, distinguió dos cosas que de nuevo le frenaron la respiración y soliviantaron su corazón. En



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